Es la tercera vez que me siento a escribir

Alumna: García Visconti Victoria Pilar
Comisión: 07
Profesor: Castellano Santiago
Modalidad: Individual  

Consigna: A partir de las escenas de lectura, realizar una Autobiografía como escritores y escritoras (elegir el estilo, los procedimientos, las formas que les pueden tomar prestados a las autobiografías que leyeron, también pueden incluir todas o alguna de las escenas de lectura, reordenarlas, cambiarlas, sintetizarlas, ampliarlas). 



“Compañera, usted sabe que puede contar conmigo. No hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo”
Mario Benedetti


Entre bizcochuelos y letras
      Es la tercera vez que me siento a escribir. Se dice que, si al primer intento no sale, no hay que desmotivarse. Que para la próxima vez ya tenes un poco más de experiencia y en la tercera oportunidad quizá le encontras la vuelta y te sale mejor. No sé si es un refrán antiguo, pero es lo que repite siempre mi abuela. O al menos, esa fue la cantidad de veces que le llevó hacer su primer y luego famoso bizcochuelo cuarenta años atrás. Anécdota que nunca se olvida de contarnos un domingo al mediodía.

          Mi abuela se llama Victoria. Yo llevo su nombre, pero también su carácter. Mi abuela es de esas señoras de antes, alegre ama de casa, cariñosa con sus nietos, buena cocinera y madraza. Ella llegó a la Argentina en la década del cincuenta. Fue parte de aquel gran contingente de inmigrantes europeos que cruzaban el Atlántico en busca de mejores oportunidades.
        
           Gracias a su puesto de cocinera en la casa de una familia de alcurnia, aprendió todas las recetas que hoy siguen en la familia. Tiene, como muchas abuelas, ese don para cocinar. Hay algún secreto que hace especial todo lo que prepara; ninguna comida se compara a la suya, siempre a ojo y sin ningún papel ayudamemoria que la guíe en la cocina. A pesar de los años, se acuerda de todo. No sé cómo lo logra.

          Todos dicen que me parezco a ella. Que soy igual de inquieta y charleta. Siempre buscando algún tema del que hablar o algo para hacer, a fin de no aburrirme. Será por eso que nuestras mejores meriendas vienen acompañadas de largas rondas de mates y anécdotas del campo que dejó en España. Son tantas, que podría escribir un libro. Tal vez, algún día lo haga.

        Ella es mi personaje favorito de la familia. La “Abu Vicky”, como le decimos, era quien me buscada del jardín todas las tardes y me hacía esas chocolatadas bien cargadas con unas galletitas caseras para luego llevarme a saludar al tren que pasaba a una cuadra de casa. Me dejaba maquillarla y peinarla. Era mi única clienta del restaurant imaginario que armábamos en medio del living y mi cómplice si rompía algo de vez en cuando y mamá me retaba.

          Yo fui la primera nieta. Excusa de la que se abrazó durante varios años para seguir viniendo algunos mediodías de mi primaria a jugar conmigo o a enseñarme a cocinar sus populares ñoquis que manchaban con su salsa mis remeras del colegio. Ella fue testigo de la caída de mi primer diente y de las clases que me daba papá en la vereda para que aprendiese a andar en bicicleta.

          Ella nunca dejó de mimarme y más aún cuando nació Delfi, mi hermana. Venía todos los fines de semana con alguna receta distinta para que yo estuviese entretenida. A mí siempre me gustó cocinar. Anotaba en un cuaderno todo lo que ella decía, todos los condimentos que usaba, con la ilusa esperanza de que algún día mis comidas saldrían iguales que las de ella.

          Me gusta escribir desde que soy chica. Tenía, como creo que todos en algún momento, mi diario íntimo. Aquellas hojas que hoy en día presentan un color amarillento por el tiempo que han estado guardadas, con una letra casi irreconocible que fue cambiando con el paso de los años. Mi primer novio, mis amistades de la infancia, las peleas absurdas con mis padres, los bailes del colegio y mis sábados jugando al hockey (aunque no durara mucho) son algunos de los tantos recuerdos que la lapicera y el papel me han dejado conservar.

          Me di cuenta que tengo varios diarios atesorados. Probablemente éstos hayan sido mis primeros pasos por el mundo de la escritura. Había encontrado en aquellas líneas, un espacio para desligarme de los pensamientos que cruzaban mi mente. Les había tomado cariño.  También en estos tiempos mantengo esa costumbre de escribir; es para mí una vía de escape donde vuelco en palabras todo aquello que me quita el sueño.

          Escribir sana el alma. O al menos eso escuché decir. La escritura es muchas veces nuestra única voz. Las letras abren paso a la propia profundidad y uno se termina envolviendo en aquel juego de palabras que te mantiene entretenido un buen rato.

         A todas las personas que quiero les he dedicado una carta alguna vez. No sé por qué les escribo. Me gusta hacerlo. Siento que es mi manera de expresarles todo lo que siento por ellos. Lo que no me quiero guardar, lo que no puedo decirles en voz alta, porque me quiebro al segundo.

          Escribo a mano alzada, a tinta, arriesgándome a que se pierdan mis palabras o mis hojas o que no se comprenda mi letra, pero soy una gran defensora de los manuscritos, más en estos tiempos, donde todo es digital y se borra al instante. 

       Sí, soy muy sensible y me emociono fácilmente. En eso también me parezco a mi abuela. Gallega como ella sola, con su personalidad enojosa y testaruda pero que en el fondo tiene un corazón más grande que una casa. 

          Desde que arranque la secundaria hasta ahora, no hubo semana que no me haya llamado para preguntarme cómo me está yendo con el estudio. Siempre le importó que aprendiéramos. Que vayamos al colegio y a la facultad. Que no faltemos sin motivo, que no abandonemos. Que es nuestra forma de salir adelante en el futuro. Siempre supo que las matemáticas y los números nunca fueron lo mío. En el fondo, supongo que no se sorprendió cuando le dije que estudiaría Comunicación Social dos años atrás.

          Cada vez que nos vemos, me pregunta por mis amigos, quienes nunca se quedaron sin probar sus exquisitos bizcochuelos o sus requeridas pastafrolas de manzana en más de uno de mis cumpleaños o tardes en el parque. Le divierte que le chusmee sobre ellos y sobre mi semana.

         Me conoce muy bien, sabe que ando siempre de un lado para el otro como si el día tuviese más de veinticuatro horas ya que no dejo de anotarme en más actividades que las que uno puede llegar a contar con los dedos de la mano. Mi vida, transcurre entre libros y amistades muy divertidas que el tiempo me ha regalado; domingos bien familiares que nunca atrevo a perderme y tardes cálidas y alegres en la parroquia del barrio. 

Hace ya tres primaveras que formo parte de un grupo parroquial de jóvenes que visita pueblos del interior dos veces por año para brindarles la ayuda que necesiten. Muchas personas nunca antes han sido siquiera escuchadas realmente por otro; sufren violencia, hambre, frío y muchas carencias. Nosotros vamos a tenderles una mano; a aliviar sus penas y acompañándolos simplemente poniendo nuestra oreja.

          Fue la primera situación a la que me anoté sin pensarlo dos veces. Porque debo admitirlo, soy muy vueltera y medito mucho las cosas. Pero este no fue el caso; me encaminé hacia allí sin dudarlo y sin medir lo mucho que cambiaría mi cabeza adolescente de aquel tiempo, al encontrarme cara a cara con las realidades que esos pueblos padecían. Desde entonces, no hay verano ni invierno que no los visite.

          Gracias a ellos aprendí a valorar de otro modo; a ver las cosas con otros ojos. A entender que el amor entre las personas se halla en lo sencillo, en lo humilde, en lo más corriente y chiquito.Que a veces un gesto, un abrazo o una charla, tienen más valor de lo uno puede imaginarse. Cada vez que regreso del pueblo, me invito otra vez a salir de la quietud, de la comodidad, del día a día que me atrapa en Buenos Aires; a no quedarme con lo que decimos que “no podemos cambiar” o “lo duro que es vivir así”. Ellos son mi ejemplo. Ellos te nutren el alma sin que te des cuenta y te terminan enseñando más de lo que crees. 

Con el tiempo aprendí que el amor se expresa de tantas maneras posibles que nuestro inocente corazón aún no conoce. La vida pide a gritos ser vivida y degustada. Ojalá pueda sacarle su jugo. Ojalá...

       Todas estas vivencias se las relato a mi abuela cuando voy de visita. Ella me escucha pacientemente mientras calienta el agua para el termo. Su casa, como no podía ser de otra manera, está inundada de un olor a vainilla tierno e inolvidable. Quisiera quedarme allí charlando de la vida. Riéndonos de cómo se le quemó dos veces aquel bizcochuelo hasta que la tercera fue la vencida y yo le cuente que también he escrito estos párrafos otras tres veces más. Que me mire, sonría y me diga “¿queres un mate?”
Victoria García Visconti 

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