Tiempo de sanar

Alumna: García Visconti Victoria Pilar
Comisión: 07
Profesor: Castellano Santiago
Modalidad: Individual

Consigna: escribir un cuento que inicie con la frase elegida entre las opciones (“Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el pómulo”) y que incluya alguna de los siguientes conjuntos de oraciones (en el mismo orden): Veo encuentros. - Una herida grave. - Tiene miedo.

Siempre fuiste mi espejo, quiero decir que para verme tenía 
que mirarte.”- Julio Cortázar

Tiempo de sanar
Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el pómulo. Muchos podrán decir que le ha conferido un aspecto temible, pero para mí era la mujer más hermosa que había conocido…

He trabajado en la misma cantina durante toda mi vida. Un pequeño espacio construído con mucho trabajo y esfuerzo de mi padre, un hombre soñador- y un tanto poeta- que abrió este lugar para que las historias íntimas tuviesen un refugio donde esconderse, para que las personas pudiesen liberar su esencia y ser ellas mismas; donde las almas recurren cuando la oscuridad y su silencio atormentan la mente y enfrían el corazón.

El cansancio se iba apoderando de mí mientras terminaba de ordenar las mesas del local. El cantar de los pájaros y los primeros rayos de sol iluminaban la humilde mañana que se asomaba sigilosamente: otra larga noche de tragos y clientes un tanto embriagados y afligidos, llegaba a su fin. Oigo que alguien llama a la puerta, pero me hago el distraído, muchas veces son los mismos borrachos despistados que vienen en busca de otra copa. La insistencia del golpe contra el vidrio triunfa ante mi resistencia y me acerco bruscamente hasta la entrada, sin saber que del otro lado me encontraría con el rostro femenino más dulce y delicado que jamás había visto.

Sin muchas explicaciones, me pidió pasar. Tan solo venía en busca de un vaso de whisky y algo de compañía. Hablamos durante un largo rato, como si nos conociéramos de toda la vida. Sentía su comodidad ante mi presencia, jamás reparé en la marca de su rostro pues sus ojos celestes y su sonrisa torcida me tenían hipnotizado desde el primer momento. Al salir se despidió.
-Astrid[i]- dijo.
-Miguel-  respondí nervioso. Tenía miedo de no volverla a ver. Mi vergüenza por invitarla a salir me consumía por dentro y me distrajo lo suficiente para perderla de vista en un instante. Había desaparecido, justo antes de las calles se inundarán de gente.

Las siguientes noches tardé más tiempo que de costumbre en cerrar el bar, con la ilusa esperanza de que ella vendría nuevamente a la puerta; me sentaba junto a mi sombra a esperarla, mientras el cielo se esclarecía mostrándome cómo desperdiciaba mi tiempo. Pero por suerte, se equivocó. La dueña de los faroles azulinos finalmente regresó y así lo hizo otras tantas veces más. Nuestras horas transcurrían entre charlas disparatadas y risas contagiosas que aún resuenan en mi cabeza. Nunca hablamos de la historia que guardaba aquella cicatriz en su rostro, pero me iba permitiendo la que ayudase a sanarla. De a poco, se iba dejando cuidar por mí, lo sé. Sabía que yo la miraba con otros ojos.

Lo que teníamos era tan nuestro que nadie lo comprendería; no pasaba por una cuestión de tiempo, sino de conexión. Sostengo que éramos dos almas que debían encontrase en el camino…

Tras uno de los acostumbrados amaneceres que contemplábamos juntos, me decidí a acompañarla hasta su hogar. Era otoño y las primeras hojas amarillentas de los árboles invadían las calles, una escenografía que se disfrutaba en el andar tranquilo de la mañana. Mientras caminábamos, Astrid llevaba un pañuelo oscuro sobre su cabeza y sostenía una mirada hacia abajo, notaba cómo la angustia y la vergüenza se apoderaban de ella. La gente la observaba como si fuese un monstruo, cómo si debiese encerrarse durante la luz del día para no espantar a nadie. El cuadro me enfurecía, ¿acaso no veían a la bella mujer que me había robado el corazón?

Entonces comprendí. Ya no era su marca la que debía cicatrizar, sino su corazón. Se merecía un compañero que la abrazase en ese camino, que le tendiese una mano cada vez que las miradas ajenas y crueles la hundiesen sin remate alguno.

Decidido, volví a la cantina, tomé un cuchillo y con mucho temor tracé un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro mi pómulo.

Astrid ya no tendría que soportar sola ese dolor. Era tiempo de sanar. 



[i] Astrid: nombre propio femenino de origen nórdico que significa belleza y fuerza divina.














Comentarios

  1. Hola Vicky! Dentro de los textos en tu blog este me gustó mucho. Primero porque me encanta cómo romantizaste las escenas, los adjetivos de los que acompañas a los objetos y elementos de forma tal que parezcan animados y sentimentales. Por otro lado cómo jugas con las luces y la vulnerabilidad haciendo que el que lee entienda la gravedad del asunto sin ser demasiado detallista con la historia. Lo disfrute un montón, ojalá seguir leyéndote!

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